Krzysztof Kieślowski
Lo importante es caminar…​

Kieślowski solía decir que hacía las películas “para hablar con la gente” y aunque él mismo callara hace ya más de dos décadas, su cine sigue incitando a la más importante de las conversaciones: sobre las cuestiones básicas, sobre los fundamentos de nuestra cultura y el sentido de la existencia. “Hay que llegar a lo que ha sido el contenido del arte desde el principio del mundo: la vida del hombre” -decía en su tesina, al principio de su carrera como director-. “La vida misma hay que convertirla en pretexto y contenido del cine”. En esta premisa radica la fuerza universal y atemporal de su obra: en poner en su centro al hombre y sus dilemas. En el documental I am so so, rodado por su colaborador Krzysztof Wierzbicki en 1995, Kieślowski confesaba que para contar historias primero hay que comprender a la gente, comenzando por uno mismo. Saber quiénes somos y de dónde venimos. El año 2021, marcado por dos aniversarios de Kieslowski -25 años de su muerte que se cumplen el 13 de marzo y 80 años de su nacimiento celebrados el 27 de junio- invita a recordar su obra y también el camino vital y artístico del propio Kieślowski. Un camino peculiar y difícil, del que surge la trayectoria del cineasta, que comprende el cine documental y la ficción, el realismo y la metafísica, el arraigamiento en sus orígenes, en su Polonia natal, y la poética universal del cine de autor europeo.

La vida de Kieślowski forma parte del destino colectivo, polaco y europeo, de la segunda mitad del siglo XX. El director del Decálogo era hijo de la guerra: nació en 1941, en una Varsovia ocupada por los alemanes, cinco días después de que Alemania invadiera la Unión Soviética. Sus padres tuvieron que huir de la ciudad y durante casi una década toda la familia vivió mudándose de un pueblo a otro. El padre, ingeniero de construcción, sufría de tisis y tenía que estar frecuentemente ingresado en centros sanitarios. La madre, oficinista, buscaba siempre algún trabajo en el pueblo más cercano al hospital de turno, para estar cerca de él. De ahí que Kieślowski asociara la infancia a “maletas y muebles, un tren o un camión, paradas de autobuses y estaciones de ferrocarril”, imágenes recurrentes en muchas de sus películas. La difícil situación económica obligaba a los padres a mandar a Krzysztof y a su hermana menor, Ewa, a preventorios; con demasiada frecuencia había que cambiar de escuela, comenzar de nuevo. “En cada sitio estuvimos de paso” – así resume Kieślowski el drama de una juventud marcada por la temporalidad, por destinos siempre provisionales. De su padre, tantas veces enfermo y ausente, Kieślowski dijo en su Autobiografía: “era para mí lo más importante, tal vez porque murió demasiado pronto”. La madre también fue muy importante en su vida: en sus memorias confiesa que, pensando en ella, decidió aprobar los exámenes de la Escuela de Cine.

Foto del Archivo Kieslowski (Fundación In SITU)
Foto del Archivo Kieslowski (Fundación In SITU)

El joven Krzysztof no mostró mucho entusiasmo por los estudios. Después de terminar la primaria quiso dejar la escuela para ser fogonero (¡!), ya que ésta la parecía la mejor profesión del mundo. Para persuadirle de la idea, los padres le metieron en una escuela de bomberos, que pronto abandonó, al igual que, poco después, haría con los estudios de secundaria.  En 1957 Kieślowski viajó a Varsovia para estudiar en el Instituto de Técnicas Teatrales que dirigía un lejano familiar. Allí descubrió el mundo del arte y un universo de valores que le atraía y que cambió totalmente su actitud. Decidió ser director teatral. En aquel entonces, para estudiar la dirección de escena en Polonia se exigía haber terminado otra carrera, de ahí que Kieślowski, en un principio, pensara en la dirección de cine no como un objetivo, sino como una etapa que le ayudaría a convertirse más adelante en director de teatro. En 1962 se presentó a los exámenes de la prestigiosa Escuela de Cine de Łódź, la misma en la que habían estudiado Wajda y Polański. Pero no aprobó el examen de ingreso al primero sino al tercer intento, en 1964.

Los años 1964-68, en los que Kieślowski estudia en Łódź, son decisivos para su formación de cineasta. La Escuela de Cine suponía entonces una especie de oasis, un espacio para el individualismo y la libertad, en un país bajo un régimen totalitario. La filmoteca de este centro era la mejor de la Europa Central. Gracias a los contactos con las embajadas, los estudiantes podían ver películas que en Polonia nunca llegaban a los cines. Como relatan sus compañeros, en el primer curso, Kieślowski estaba impresionado por El carterista y Un condenado a muerte se ha escapado, de Robert Bresson. Le fascinaban también los jóvenes rebeldes ingleses, Karel Reisz, Tony Richardson y, sobre todo, Ken Loach. Entre sus profesores se encontraban Kazimierz Karabasz y Jerzy Bossak, dos autoridades del cine documental polaco que marcaron su manera de concebir y hacer el cine. Bajo la supervisión artística del primero de ellos, Kieślowski rodó De la ciudad de Łódź, una de las películas con las que se graduó; el segundo fue el director de su tesina de licenciatura, Cine documental y realidad (Film dokumentalny a rzeczywistość) que defendió en 1970.

En dicha tesina Kieślowski presentó una reflexión teórica sobre el cine documental y en ella reflejó su credo como cineasta, planteando conceptos que, como él señaló, servirían para renovar el género, proclamando la fe en la realidad y en la dramaturgia que ésta esconde: “Precisamente la realidad -y no es ninguna paradoja- supone el punto de partida para el documental. Solo hace falta creer en ella hasta el final, confiar en su dramaturgia: la dramaturgia de la realidad”. Su apuesta surgió de una necesidad, compartida con otros cineastas polacos de su generación: la de describir el mundo que les rodeaba, el “mundo no representado” del que hablaba el poeta Adam Zagajewski y que no encontraba su reflejo en un cine al servicio de la propaganda, en la Polonia comunista. Kieślowski comenzó su carrera siendo un documentalista empedernido, precisamente porque consideraba el documental como el único cine válido para describir –y descubrir- la verdad sobre la realidad. Según él, éste era el principal deber del relato cinematográfico. Porque, como explicó, “es muy difícil vivir en un mundo que no haya sido descrito, […] es como no tener identidad”.

De ese compromiso con la realidad surgen sus primeros cortometrajes documentales, empezando por La oficina (1966), que realiza en sus años de estudiante y en el que refleja el trato insensible e impersonal que reciben los clientes de la Compañía Nacional de Seguros de Polonia. En La oficina la cámara explora los rostros y las miradas de la gente que espera resignada en la cola ante una ventanilla, anticipando el estilo y las preocupaciones de futuras películas de Kieślowski: la atención al detalle, el dominio de los rostros humanos, el retrato de las situaciones y los personajes corrientes, al mismo tiempo que la ambigüedad y una cierta trascendencia de lo cotidiano. Fiel a su maestro Karabasz, Kieślowski pretende devolverle al documental la vida real, filmarla “tal y como es”, despojando su imagen en la pantalla de las falsedades de la propaganda. En la entrevista con Krzysztof Wierzbicki, Kieślowski confiesa que, como indican los mismos títulos de sus primeros trabajos –La oficina, El hospital, La fábrica-, se trataba de “filmar diferentes micro mundos con la esperanza de que esos micro mundos formaran un todo y sirvieran para describir algo más: la vida en la Polonia de entonces”. Cada uno de ellos, anclados a una institución y un fragmento de una realidad concreta, encerraba un estudio y una metáfora de la Polonia del régimen.

Foto del Archivo Kieslowski (Fundación In SITU)
Foto del Archivo Kieslowski (Fundación In SITU)
Foto del Archivo Kieslowski (Fundación In SITU)

Kieślowski documentalista cede la voz a la realidad (nunca recurre al comentario del narrador y la voz en off) y pone en práctica el método de “director reportero” que -como escribía en su tesina- “trata la cámara como un instrumento de investigación científica, intenta describir y comprender lo que está observando, […] y deja las conclusiones y los juicios al espectador”. Describe el mundo que le rodea revelando la naturaleza del sistema comunista y sus mecanismos (como en el docudrama Currículum vitae que muestra un tribunal del partido juzgando a uno de sus miembros expulsados); construye retratos colectivos que reflejan la condición mental de la sociedad polaca de aquel entonces (lo hace en Los obreros 71: Nada sobre nosotros sin nosotros o en Cabezas parlantes); también fija el objetivo de la cámara en historias personales, retratando a la gente contaminada con la ideología totalitaria. Entre los títulos más conocidos de Kieślowski se encuentra Desde el punto de vista de un portero de noche (1977), retrato cinematográfico de Marian Osuch, un portero de noche fanático de la ley y del orden. La película obtuvo el Gran Premio y el Premio Fipresci en el Festival Nacional de Cortometrajes de Cracovia en 1979, junto con otro documental de Kieślowski, Siete mujeres de edades diferentes (1978), compuesto de siete episodios protagonizados por bailarinas en diferentes momentos de su carrera, considerado por muchos como el clímax de la etapa documental de Kieślowski. Las claves de su estilo documental -la síntesis y la poesía, la sencillez del planteamiento y la profundidad de reflexión- elevan este retrato del mundo del ballet a una bella y universal metáfora del tiempo y de la vida, vislumbrando el nuevo rumbo del cine de Kieślowski: de lo particular a lo universal, más alejado de la candente realidad política y del propio documental.

La decisión de dejar la realización de documentales fue madurando a medida que iba conociendo las limitaciones del trabajo en este género. En los años 70 muchas de sus películas no se podían proyectar debido a la censura (el caso más emblemático y doloroso para Kieślowski fue el documental Los obreros 71, cuya versión mutilada se emitió en la televisión polaca bajo otro título). No obstante, los principales motivos de su “huida hacia la ficción”, según confiesa el director, tenían mucho que ver con los aspectos formales y éticos del género en cuestión. Su declarada fe en la posibilidad de aprovechar en el documental la dramaturgia de la realidad, se debilita durante el rodaje de El primer amor (1976), que cuenta las peripecias de dos jóvenes desde el momento en el que descubren que van a ser padres, hasta el nacimiento de su niño. Trabajando en este proyecto Kieślowski empieza a cuestionar su derecho a penetrar con la cámara en la realidad privada de otras personas. “Temo esas lágrimas reales. De hecho, no sé si tengo derecho a fotografiarlas. En esos momentos me siento como alguien que se ha adentrado en una zona prohibida” – confiesa, y admite: “Ese es el principal motivo por el que huí de los documentales”. El cine documental se convierte para él en un problema moral. El mismo prohíbe la emisión de No sé (1977) y Desde el punto de vista de un portero de noche para no poner en peligro la imagen de las personas que retrata con su cámara. En 1980 la policía requisa por unas horas el material de rodaje de la película La estación pensando que podría servir como prueba en una investigación criminal. La conciencia de que lo que ha filmado pueda ser utilizado por alguien en contra de su voluntad refuerza la decisión de abandonar la práctica documental; a partir de entonces Kieślowski rodará tan sólo un cortometraje documental más, Siete días de la semana, en 1988.

Antes, durante unos años, Kieślowski va alterando la realización de documentales con películas de ficción, atreviéndose a penetrar en el nuevo terreno cada vez con mayor seguridad. A decir verdad, las diferencias del medio no eran para él importantes, el objetivo seguía siendo el mismo: la descripción de la realidad, no para aceptarla sino para entenderla y, al mismo tiempo, para entenderse a sí mismo, al hombre que existe dentro de ella. Utiliza las mismas técnicas y la misma estética que antes; la materia que le sirve para la elaboración de los primeros guiones de ficción también surge de la realidad: tres de las primeras películas de ficción de Kieślowski (La cicatriz, La calma, Una corta jornada laboral) están basadas en la literatura de reportaje; otras tres (El personal, El aficionado, El azar) remiten directamente a la realidad no solo observada, pero vivida y sentida por el director.

En El personal, rodado en 1975 -su primer largometraje de ficción, con guion propio- recrea el mundo que conoció como estudiante del Instituto de Técnicas Teatrales y trabajando, durante un año, en el taller de vestuario del Teatro Contemporáneo de Varsovia. El protagonista, el joven adepto del Teatro de la Ópera, Romek Januchta, atraviesa un proceso de iniciación en el que va perdiendo sus ilusiones respecto al arte, conoce las manipulaciones del estado y al final se enfrenta al dilema que concernía entonces a muchos polacos: ¿colaborar con el régimen o arriesgar la vida privada y profesional para conservar la dignidad ética? Como observa César Ballester en el libro La doble vida de Krzysztof Kieslowski (Donostia Kultura, Filmoteca Vasca, 2015), Kieślowski parece retomar al personaje de Romek, ya no tan joven sino adulto, una y otra vez en sus siguientes películas donde cada encrucijada empuja a sus protagonistas a una elección moral. En La cicatriz, rodada en 1975, el director de la fábrica, Bednarz, se debate entre la obediencia a sus superiores, representantes del régimen, y su propio sistema de valores; La calma, realizada un año después, cuenta la historia de un ex preso, Gralak, que no quiere de la vida casi nada, solo “un trabajo, un piso, una mujer”, y este poco lo pierde al verse atrapado en medio de un conflicto entre los empleados de su compañía y la dirección. Para Kieślowski y para sus protagonistas, la falta de compromiso es un lujo, y la “calma”, algo imposible de conseguir.

Foto del Archivo Kieslowski (Fundación In SITU)
Fotograma de la película El aficionado

La censura hizo que estas películas se interpretaran dentro del espíritu revolucionario (La calma, por incluir una escena de huelga, tuvo que esperar cuatro años para estrenarse), pero Kieślowski se escapaba del papel político al que le habían adscrito. En sus entrevistas de aquel tiempo admite: “Cada vez me interesa menos el mundo, cada vez más, el hombre”. Si al principio le interesaba el ser humano frente a la política y la sociedad, y quería conocer las circunstancias que determinaban su postura y comportamiento, con el tiempo toda la atención del cineasta se centrará en el hombre enfrentado a sí mismo, en su realidad interior. En el artículo manifiesto que publica en 1981, titulado En profundidad en vez de a lo ancho, admite estar buscando “nuevas formas para que las películas sobre los problemas sociales se conviertan […] sobre todo en películas sobre las personas; para que lo que en la película es – por necesidad – exterior, constituya sólo el marco y no el contenido de las obras […]”. Esta búsqueda de la realidad ética del hombre se acentúa en la filmografía de Kieślowski a partir de El aficionado (1979), la obra señera de la corriente del cine polaco llamada “el cine de la inquietud moral”.

Foto del Archivo Kieslowski (Fundación In SITU)

El aficionado es una película sobre el poder de la cámara y el nacimiento de un artista. Filip Mosz, suministrador en una fábrica, compra una cámara para filmar a su hija recién nacida y así descubre su vocación documentalista. Pronto recibe encargos de la compañía donde trabaja, gana premios en los festivales de aficionados, y empieza a compartir las inquietudes relacionadas con la ética profesional que experimentaba Kieślowski en sus comienzos. En la última escena de la película -uno de los finales más emblemáticos del cine polaco- Filip da vuelta a la cámara y empieza a grabarse a sí mismo. Kieślowski habla del sentido de este final explicando que el protagonista se da cuenta de que para describir el mundo que nos rodea, hay que empezar por uno mismo. De este modo, El aficionado realiza el mismo recorrido que su director: desde la descripción del mundo externo a la exploración de lo interno, una evolución que el mismo Kieślowski resume como “un camino hacia otra convención que no supone una huida de la convención realista sino que podría ser descrita de manera breve como ‘en profundidad hacia dentro y no hacia fuera´”. La película recibió la Medalla de Oro en el Festival Internacional de Cine de Moscú y el Grand Prix en el festival de Chicago. Parecía entonces que ante Kieślowski se abrían las puertas de la fama internacional. No obstante, por culpa de la Ley Marcial declarada en Polonia en 1981, las películas que hizo entre 1980-1981 no se estrenarían, entre ellas la fantástica El azar.

Fotograma de la película El azar

En los tiempos revolucionarios, cuando la política penetraba por completo en todas las esferas de la vida polaca, Kieślowski hizo una película sobre lo azaroso de todas las elecciones ideológicas. El protagonista de El azar revive tres veces el mismo tramo de tiempo. Dependiendo de si llega a coger el tren o no, se alistará en las filas del Partido Comunista o formará parte de la disidencia. Las primeras dos variantes de la vida de Witek son hipotéticas, la variante real es la última: Witek no corre tras el tren, no se alista al Partido ni firma las cartas de protesta de la oposición. Es médico y rechaza cualquier compromiso político. Lo que pretende resaltar Kieślowski es que Witek, en todas las variantes es él mismo, la misma persona, porque “el azar en realidad no es tan importante: no afecta el cómo somos, sino por dónde vamos”. El azar, aunque permanece almacenada durante seis años sin estrenarse, marca un punto y aparte en la trayectoria de Kieślowski, tal y como lo resume el crítico polaco, Tadeusz Sobolewski: “el cine que describía el mundo de la Polonia comunista, diferente del que mostraban los periódicos o la televisión, en ese momento se convierte en un cine de ambiciones metafísicas, […] la rebelión política se convierte en una rebelión metafísica”.

Foto del archivo privado de Krzysztof Piesiewicz

Kieślowski encuentra en la metafísica la respuesta para contar el drama de la Polonia durante la Ley Marcial, que le afectó profundamente -entre 1981-1984 no rueda ninguna película-. En Sin fin (1984) no teme hacer hablar en la pantalla al fantasma de un abogado y refleja las secuelas de la imposición del estado de guerra en Polonia, a través de posturas de diferentes individuos que representan los círculos de la disidencia, haciendo de la cámara testigo de su desgarramiento interior. Sin fin es, sin duda, la película que mejor retrata el sombrío ambiente de aquel periodo de la historia de Polonia, pero en el momento de su estreno fue duramente criticada, no solo por el poder oficial, sino también por la Iglesia y la oposición, que no aceptaba ver reflejada en la pantalla su derrota despojada de toda esperanza. Kieślowski, que no quería adular al régimen ni tampoco quería estar vinculado con la disidencia, debió sentirse rechazado y solo: “Si como director quiero tratarme a mí mismo en serio, tengo que ser independiente. Una postura así implica la soledad, significa no estar con nadie”. Sin fin le condenó a esa soledad, pero al mismo tiempo supuso el principio de su colaboración con dos autores que le acompañaron durante el resto de su carrera: el coguionista Krzysztof Piesiewicz y el compositor Zbigniew Preisner. Los tres volverán a trabajar juntos en Decálogo, que pronto se convierte en el sello de identidad de Kieślowski y conmueve a los espectadores de todo el mundo.

Fue Piesiewicz quien propuso a Kieślowski la aparentemente descabellada idea de llevar a la pantalla los Diez Mandamientos. Kieślowski, para quien el cine servía para “tratar de asuntos importantes”, estuvo de acuerdo en que era el momento de recordar los universales preceptos morales y de releerlos en el contexto contemporáneo. Así surgió la serie de diez películas para la televisión, en la que cada una de ellas se relaciona con alguno de los mandamientos: no se trata de ilustrarlos sino de provocar reflexión reflejando la realidad en la que todos nos enfrentamos cada día a dilemas morales y elecciones nada fáciles. Los protagonistas de la serie son habitantes de un barrio gris de la Varsovia en el ocaso del régimen, pero sus dilemas resultan comprensibles bajo cualquier longitud geográfica, como explica Kieślowski: “En la vida hay cosas más importantes que el hecho de que alguien sea partidario del comunismo, socialismo, capitalismo, liberalismo o de la monarquía. Es más: hay cosas que unen a los seguidores de cada una de estas ideas. Y éste es el tema de cada episodio del Decálogo: lo que nos une y no separa, las principales cuestiones humanas, como la soledad, el amor, la envidia o el miedo a la muerte”. Polonia estaba viviendo la crisis del sistema y las grandes esperanzas de renovación de la vida. Kieślowski, antes activista social y líder de su generación, volvió la espalda a la política para tratar los asuntos que creyó los más importantes.

Foto del Archivo Kieslowski (Fundación In SITU)

Preocupado por el escaso presupuesto de esta ambiciosa producción, Kieślowski propuso a la televisión polaca rodar dos capítulos en versiones televisiva y cinematográfica. Así nacerán para la gran pantalla los episodios más impactantes de la serie, No matarás y No amarás. De este modo, en menos de dos años Kieślowski rodará ¡12 películas!: diez capítulos de una hora para la televisión y dos largometrajes para el cine. Eso resultó posible  gracias a su manera de trabajar, su inherente determinación, disciplina y entrega, y debió suponerle un gran esfuerzo que, como admitió Kieślowski en una ocasión, casi le mata. El rodaje duró quince meses, en ese tiempo pasaron por el plató casi cien actores y nueve directores de fotografía, ya que Kieślowski decidió contratar a un director de fotografía diferente para cada uno de los capítulos (el único que repitió fue Piotr Sobocinski). En 1988 se estrenó en Polonia No matarás, la más oscura de la serie, que introducía al espectador en la piel de un joven asesino condenado a la pena de muerte. Dos meses después la película se presentó en el Festival de Cannes y obtuvo el Premio del Jurado y el Fipresci. En unos días toda Europa conoció el nombre de Kieślowski. No matarás viajó después por muchos festivales. En septiembre de 1988 comenzó a cosechar premios el segundo largometraje de la serie, No amarás, una entrañable fábula sobre la necesidad de amar, reconocida con el Premio del Jurado y el Fipresci en el Festival de San Sebastián. La culminación de este flamante -aunque tardío- reconocimiento es el Premio de Cine Europeo Félix, concedido a Kieślowski en 1988 por No matarás. Contaba entonces con veinticinco documentales y veinte largometrajes de ficción realizados en su país. Tenía casi cincuenta años.

Fotograma de la película No matarás

Coincidiendo con el gran cambio político que experimentó Polonia en 1989 y la caída del muro de Berlín, en Europa occidental se aclamó a Kieślowski como el “heredero de los grandes autores de la cinematografía europea”, capaz de “salvar el honor del cine a finales del siglo XX“. Sus películas polacas del Decálogo, y las que realizó después en Francia, supusieron de repente una señal de esperanza para los que creían todavía en el cine capaz de provocar reflexión. Kieślowski, en su afán de profundizar en la condición humana, se reveló como “uno de los últimos humanistas del cine”.

Ya durante su presentación el Festival de Cannes Kieślowski recibió ofertas para la producción de su siguiente película. En 1990 firmó con Leonardo de la Fuente el contrato de la que sería La doble vida de Verónica, una coproducción entre Polonia y Francia. “Con el tiempo me interesa cada vez más lo que hay dentro del corazón del hombre” -confesaba a los periodistas antes del rodaje- “Lo único que importa son las emociones, los sentimientos. Esta es la única materia del cine”. En este film, a través de la historia de dos Verónicas, el cineasta explora el universo de las emociones y de los presentimientos, para mostrar lo invisible y sugerir lo inefable. De repente su cine adquirió también cierta luminosidad, una estética que por su fotografía y utilización de la música le situó muy lejos de la severidad de sus anteriores películas. Este cambio para muchos marcó una división entre sus “películas polacas” y “francesas”; La doble vida de Verónica y las películas que rueda después constituyen en realidad la consecuencia de su propio camino artístico, en el que crece la necesidad de mostrar en la superficie lo que se esconde en el interior del hombre. La película se estrenó en Cannes, recibiendo el premio Fipresci, galardón que quedó confirmado por las reacciones del público y de los distribuidores. Para Kieślowski la medida de este éxito es la reacción de una quinceañera de Francia que tras ver La doble vida de Verónica dijo haber sentido que existe “algo como el alma”. “Para testimonios como el de esta chica”, dice Kieślowski, “tiene sentido sacar la cámara del cajón”.

Foto del Archivo Kieslowski (Fundación In SITU)

Su siguiente, y último proyecto, fue la trilogía Tres colores: Azul, Blanco, Rojo, un nuevo experimento artístico y de producción: tres colores, y tres películas, suponen tres equipos artísticos, de realización y el rodaje en tres países diferentes, Polonia, Francia y Suiza. Como en el Decálogo, los guionistas Kieślowski y Piesiewicz parten de la idea de comprobar la vigencia de ciertos valores fundamentales en la vida actual: esta vez cada película remitirá a los conceptos de la libertad, la igualdad y la fraternidad, simbolizados por los colores de la bandera gala. Kieślowski cree que, en realidad, de las tres ideas tan sólo la fraternidad es posible – según él la libertad y la igualdad son utopías-, pero repite que lo importante es intentar alcanzarlas. “Lo interesante es el camino”, dice. “Y lo  importante es caminar”.

El rodaje de la trilogía Tres colores empezó en octubre de 1992 y duró siete meses. Su director, como de costumbre, se impuso un ritmo de trabajo agotador: basta mencionar que al mismo tiempo que estrenaba Azul, montaba Blanco y rodaba Rojo…Las tres películas se estrenaron en los festivales de cine más importantes: primero, Azul, en Venecia (León de Oro, 1993); luego Blanco, en Berlín (Oso de Plata, 1994); y finalmente Rojo, en Cannes (1994). Entre los premios solo faltó la Palma de Oro: Rojo perdió finalmente con Pulp Fiction, de Quentin Tarantino. La trilogía Tres colores fue vendida a distribuidores de 52 países, convirtiendo a Kieślowski en el cineasta polaco más famoso y más universal, en un clásico del séptimo arte mundialmente reconocido. Nadie le creía cuando al recoger el León de Oro en 1993 anunció su retirada del cine. Justificaba su decisión: “A veces hay que pararse a pensar, preguntarse a sí mismo, tal vez esto ya es suficiente. Creo que ha llegado este momento”. Su rostro, cansado y ausente, decía mucho más. Quizás presentía el poco tiempo que le quedaba por delante y quería dedicarlo a vivir, no a hacer cine: “He dicho todo lo que quería decir. […] Si la gente me necesita, va a volver a mis películas”.

Foto del Archivo Kieslowski (Fundación In SITU)
Foto de Marta Kieslowska, Archivo de Kieslowski

Lo necesitamos hoy, igual o más que cuando vivía. Sus películas vuelven a verse con renovado interés, todavía hoy nos incitan a hacer las preguntas y buscar respuestas sobre el bien y el mal, el sentido de la vida, el amor, la muerte, la soledad. Nos siguen mostrando en cada encuadre que “hay muchas más cosas de las que vemos” y que “lo más importante no está lejos sino que es profundo”. Nos siguen ayudando a buscar “lo que nos une, no lo que nos separa” y a resucitar ese vínculo invisible que nosotros mismos hemos roto. Son necesarias para que siga la conversación que empezó confiando en la cámara, revelando la verdad sobre la realidad: la realidad que nos rodea, en el documental, y la realidad de los sentimientos, en la ficción. En fin, para que se renueve la conversación sobre lo que es importante en la vida, y lo que es tan frecuentemente fútil,  inalcanzable, invisible para los ojos…    

Joanna Bardzińska

 [versión actualizada del texto escrito para la edición Blu-Ray de la trilogía Tres colores. Azul. Blanco. Rojo (Cameo, 2016)]